Por Eduardo Marostica (*)
No somos nativos digitales, pero queremos preservar a nuestros hijos de los peligros que acechan en Internet. Todo un problema. ¿Qué podemos hacer cuando niños, niñas y adolescentes navegan por las redes y sabemos que se exponen a diversos riesgos, pero también nos damos cuenta de que saben más sobre ese entorno digital que nosotros mismos?
Cuando apareció Facebook hace quince años, la atractiva propuesta también abrigaba una trampa, ya que aquella red virtual pionera, además de pretender emular a una red social, establecía que todos sus contactos, conocidos o desconocidos, serían “amigos” de allí en más.
La nueva lógica vino a poner en crisis la construcción histórica del vínculo amistoso, que se urde con tiempo y afecto, confundiéndolo con contactos aleatorios muchas veces de dudosa procedencia.
No pasó mucho hasta que desde esa plataforma llena de “amigos” comenzaron a darse situaciones de cooptación de niñas, niños y adolescentes para circuitos de trata de personas. Por entonces, quienes teníamos hijos adolescentes nos preguntamos qué debíamos hacer… ¿Nos convenía meternos en las redes de nuestros hijos o era un gesto demasiado invasivo? ¿Están preparados niños, niñas y adolescentes para cuidarse de los riesgos de Internet por el solo hecho de haber nacido nativos digitales? Claro que no.
En este punto es bueno detenernos y aclarar: Un niño, una niña, un adolescente no tienen aún la madurez para advertir el riesgo que deviene de estas zonas grises, razón suficiente para que, como adultos, no miremos para otro lado. ¿Pero qué hacemos si conocemos menos que nuestros hijos del universo digital? ¿Desde dónde y cómo vamos a generar condiciones para cuidarlos?
Se me viene a la memoria el libro El Maestro Ignorante, de Jacques Ranciere (1987), donde este filósofo francés plantea, tomando la experiencia de Jean Jacotot (quien enseñaba francés a sus alumnos holandeses sin saber ese idioma), que se puede enseñar también aquello sobre lo que no se sabe, porque la actitud docente depende de un otro que quiere aprender. Y en esto siempre aparece un componente relacionado con el afecto. Esto es algo que los ámbitos escolarizados se ha perdido. Hoy se habla de capacitación, es decir de gente capaz que instruye a otra incapaz, y al conocimiento se lo reduce a la transmisión de contenidos instruccionales.
La habilidad de los nativos digitales para desenvolverse en el universo de las tecnologías, respecto de las nuestras como adultos, podrían compararse con la adquisición de una lengua por vía materna frente el haberla aprendido en una academia: las diferencias son abismales. Entonces, ¿cómo podemos como adultos controlar ese ámbito que no terminamos de dimensionar y abarcar, si es que el problema pasa por el control?
Recuerdo que hace unos años el escritor y fonoaudiólogo argentino Carlos Skliar se refirió en una conferencia a cómo zanjar estas diferencias que existen entre adultos y adolescentes… Él se refería al aula, pero creo que se puede aplicar a otros ámbitos de la vida. Skliar planteaba que, para conversar con ellos, no hace falta cursar innumerables seminarios sobre adolescentes y jóvenes, como para amar, tampoco hace falta aprenderse todos los sonetos de amor…. Skliar proponía una gestualidad de igualdad que me impulsa a compartir algo que me interesa, invitando a que vos también me cuentes y me ofrezcas algo que te interesa. Cuando esto ocurre, se produce la conmoción como un maravilloso punto de encuentro.
Perseguir a nuestros hijos nativos digitales para aleccionarnos sobre los riesgos en las redes no tiene mucho sentido. En cambio, sí es valioso propiciar momentos de encuentro, en nuestras relaciones afectivas, para que las preguntas adultas sean genuinas expresiones de cuidado e interés y no despierten pensamientos paranoides: no queremos resultar invasivos, sino cuidarlos en el sentido más amoroso del término.
Sentirnos cuidados, sentir que un otro nos sostiene, es una de las dimensiones que restituyen humanidad a nuestra existencia. En tiempo de pantallas, de IA, de banalización de las relaciones, cuidar desde el afecto tal vez sea una de las mejores herramientas para preservar a nuestros hijos e hijas de engaños virtuales cuyos correlatos en la vida real pueden ser muy lamentables.
(*) Psicólogo y escritor rosarino. Autor del libro Los príncipes azules destiñen – Supervivencia masculina en tiempos de deconstrucción (Galáctica Ediciones, 2023) y de la nouvelle juvenil El viaje de Camila y otros relatos (2020).